GREGORIO REYNOLDS


Sucre- Bolivia, 1882- La Paz, 1947

PANTEÍSMO
 


Yo quiero de tus lagrimas el póstumo tributo,
En gracia de lo mucho que por tu amor sufrí,
El dia en que siguiéndome con paso irresoluto,
Al campo santo vayas para volver sin mí.

Al convertirme en árbol, te ofreceré mi fruto.
Sera mientras exista mi sombra para ti.
Después, cuando a mi vera, cual mármol impoluto
reposes, mis raíces han de abrazarte allí.

Bajo mi savia -¡oh virgen!- tu carne toda en germen,
Ha de surgir de nuevo con todos los que duermen
En subterráneo génesis el sueño vegetal.

Y al envolver mi tronco tu floreciente traje,
Arriba, luminosas, en el etéreo viaje,
daránse nuestras almas el beso sideral.

EN LA MIRADA DE HIDALGO 


En la mirada de hidalgo austero
fulge -reflejo de un dolor arcano-
la excelsitud del pensamiento humano
que anhela conocer lo venidero.

Ansia de hallar el místico sendero
de la serenidad. ¡Con qué desgano,
como una flor de cera esta la mano
puesta en el corazón del caballero!
Tal vez bajo esa mano enflaquecida
por la tenacidad del sufrimiento,
tal vez bajo esa mano hay una herida.

Del caballero el padecer perdura
plasmado en su semblante macilento
y en la grave actitud de su figura.

INDIO

Inalterable, por la tierra avara
del altiplano, luce la mesura
de su indolente paso y su apostura,
la sobria compañera del aymara.

Parece, cuando lánguida se para
y mira la aridez de la llanura,
que en sus grandes pupilas la amargura
del erial horizonte se estancara.

O erguida la cerviz al sol que muere,
y de hinojos, oyendo el miserere
pavoroso del viento de la puna,

espera que del ara de la nieve
el sacerdote inmaterial eleve
la eucarística forma de la luna.

MENTA

En el viejo sofá 
de terciopelo verde, 
lloras por algo que has perdido 
para siempre. 

Desde afuera la luna crispa un gesto 
de burla, triste y verde. 

En un tosco jarrón desportillado, 
llenas de tedio mueren 
algunas flores, todavía 
las hojas están verdes. 

De la esmeralda de anillo 
saltan reflejos verdes; 
fosforescencia de luciérnagas 
de un tremedal con halito de peste. 

El hielo que ha quedado en las copitas 
se ha teñido de verde. 

Un distante violín de radio raspa 
una sonata verde 
que estira en trémolos de angustia 
sus rechinantes erres. 

Hasta tus ojos -selva, mar, cielo de ocaso-, 
verdes, 
están como escarchados de veneno 
de serpiente. 

La cara de clown de la luna 
tras las nubes, de pronto, se pierde. 

Cuál en los versos lánguidos 
del cojo satírico celeste 
la lluvia va tras los cristales 
de la ventana, verdes, 
tejiendo -araña del fastidio- 
su interminable velo leve. 

Te hallas tan cerca de mí: tan cerca te hallabas,
que te siento muy lejos, casi ausente. 

Ya para mí - qué cosa horrenda!-; 
ya para mi no eres 
lo que hasta hace poco rato fuiste: 
la primavera verde; 
la ilusión, la esperanza, el amor férvido 
y el pregusto del máximo deleite, 
sino la decepción irremediable, 
la fruta verde 
que destempla los nervios 
con su acidez algente. 

Mi alma se diluye 
en la bruma de ajenjo del ambiente, 
en el verdor amargo, glauca nébula 
de morbidez que nos envuelve. 

Alucinante Salomé, trompo de coágulos 
en mi cerebro gira el hada verde. 

Todas las cosas vistas y soñadas 
son verdes, verdes, verdes, verdes, 
colibríes, cantáridas, relámpagos, 
profundas noches verdes, 
ojos de los jaguares y las víboras 
bajo los árboles silvestres 
verdosas facies de los perseguidos 
por el delirium tremens, 
cadáveres lamidos por las llagas 
de la penumbra verde, 
esqueletos con musgo, fuegos fatuos, 
larvas de pesadilla, blandos vermes, 
viejos estanques con nenúfares, 
tumbas rodeadas por cipreses, 
cobriza herrumbre de los cofres 
en las basílicas solemnes, 
sombras que tiemblan con verdor de azufre, 
fantasmas lívidos que encienden 
amarillentos cirios 
de tenebrario... Miserere! 

Me hundo como un naufrago 
en el vórtice verde: 
tirabuzón de cefalalgia 
venas en raudo palpitar de fiebre. 

No quiero que me veas, 
ni quiero verte, 
mujer de menta helada, 
fascinador abismo verde. 

EL CABALLERO DE LA MANO EN EL PECHO
En la mirada de hidalgo austero 
fulge -reflejo de un dolor arcano- 
la excelsitud del pensamiento humano
que anhela conocer lo venidero. 

Ansia de hallar el místico sendero 
de la serenidad. ¡Con qué desgano, 
como una flor de cera esta la mano 
puesta en el corazón del caballero! 

Tal vez bajo esa mano enflaquecida 
por la tenacidad del sufrimiento, 
tal vez bajo esa mano hay una herida.

Del caballero el padecer perdura 
plasmado en su semblante macilento 
y en la grave actitud de su figura. 

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